miércoles, 24 de febrero de 2016

Un viernes cualquiera

Amanecí teniendo ganas de ser Pedro; no se si mañana pase lo mismo. Fue una mañana tranquila, con los olores y sonidos de siempre, aunque los últimos fueron más calmos. Camino al trabajo observé el viento. El viento y su feliz presencia en los rulos de una agraciada señorita. Tuve la impresión de que ella me sonreía mientras se figuraba que mi agitado aspecto era la mancha impertinente en medio de un hermoso cuadro.

Pero las apariencias engañan. Yo agitado; nada más lejos de la verdad. Puede parecerlo, pero realmente disfrutaba de la tranquilidad. Disfrutaba con la emoción de un infante que ha descubierto un insecto mágico, invisible, en una caja se zapatos. Con la alegría de quien ve unos lindos rulos acariciados por el viento. Ella sonreía y aunque su sonrisa era bella y armonizaba con la mañana; horas después, antes de que la cruda tarde huya de la oscuridad y la lluvia, se me antojó que ella me sonreía sin hacerlo. Me vio sin verme. Ella sonreía a la mañana, al viento despeinándola, a la hermosa pintura que tenía en frente, sin siquiera prestar atención a la mancha que la observaba. Con esta ocurrencia reí, reí como río ahora escribiendo esto, pensando en las insignificancias que aveces significan tanto; los sinsentidos que le dan sentido a nuestro día a día.

Fue una mañana curiosa, sin duda. Ya en el trabajo, todos parecían más amables, lucían casi felices. Pedro, buenos días; ¿una taza de café bien pasado, joven Pedro?, para empezar bien el día —decían—. Buen día Carlos, buen día; oh, muchas gracias Marcela —yo respondía, con la elocuencia y gratitud que puede brindar una buena mañana—. Pero la mañana solo fue una especie de recompensa adelantada, para compensar un sin fin de contratiempos y súbitos ataques de ansiedad de muchos en la oficina. Un usual cierre de semana, sin embargo, nada especialmente fuera de nuestra normalidad. Parecía que los gritos eran un modo de comunicación mucho más eficaz que cualquier aplicación de smartphone, al menos entre las oficinas y corredores que ocupábamos. Los papeles aterrizando en el piso eran solo una escusa para descansar, en medio del improvisado circuito de carreras con obstáculos en que se había convertido nuestro centro de trabajo. En medio de un par de gritos pensé que lo de la mañana tal vez no era solo felicidad; una cuota de complicidad también era lo que nos animaba desde hace algunos viernes. Y es que en medio del alboroto, los gritos y las discusiones, había una atmósfera de compañerismo. El tiempo no pasa en vano. Ya son casi siete los meses que llevamos metidos en estas pequeñas cajas de fósforo transparentes que son el escenario de nuestra vida laboral.

Al final de la tarde, como casi todos los viernes, terminamos decentemente lo que había que hacer. El clima nos premió con una agresiva lluvia que frustró mi plan de regresar a casa en dos ruedas. Ya otro día disfrutaría obligando a que el viento me sople —me consolé, resignado—. Hice el pequeño viaje en el auto de Carlos, gran compañero de trabajo. ¿Cómo va la conquista de Romina?, no te hagas el manso pastor conmigo, viejo lobo —me decía—. Y aunque sus acusaciones no eran del todo infundadas, Romina era más que sólo bonita e inteligente, al final opté por no entusiasmar su imaginación con el tema. Eres todo un profesional, Pedrito, no la dejes escapar. Mientras las casas sudaban agua y las veredas reflejaban pedazos de cielo rojizo. Las nubes dejaban de llorar. Jaja, no te guardes tus artimañas, comparte compadrito. El semáforo en rojo y una señora resbalaba en el retrovisor del auto. Logró salvar la pequeña caja que cargaba, pero el trámite implicó usar sus generosas nalgas; el agua escapó de ellas como asustada por la amenaza de un depredador y las gotas saltaron al pantalón más cercano de un desafortunado transeúnte. Un par de esquinas más y me despido de Carlos, exhausto y con frío. Mi mano gana su pequeña batalla, con la diminuta espada dentada que cargo en mi llavero. Una vez más consigue vencer a los cerrojos de mis aposentos y las puertas se abren.

Ceno sin darme cuenta, me baño, río escribiendo y leyendo a Romina, agendo un almuerzo dominguero en la agenda que no tengo. Otra despedida. Y como casi siempre, termino tumbado en la cama. En mi solitariedad pienso en la rutina. Las trivialidades que la rompen por momentos, esas que guardamos en nuestra memoria hasta el final del día y aveces más tiempo. Una bella sonrisa, una taza de café, la inoportuna lluvia, unas elásticas nalgas rebotando en un charco de agua, el almuerzo de pasado mañana. Quisiera pensar más, meditar en algo tal vez más importante, hacer planes, pero ya es tarde. El sueño se apodera de mí y en el silencio de la noche, escucho las risas de Carlos, los gritos de la oficina. En mi cómoda cama. Llueve en la oficina, las nalgas aterrizan en la oficina, charlo con Romina. Todo al mismo tiempo, todo borroso. Silencio, la nada. Algo de claridad en ausencia del tiempo. Una bella sonrisa y desaparezco.

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